• Teresa T. Rodríguez
  • Opinión
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Según los expertos en la materia, por primera vez en la historia de nuestro país, la Constitución del 1978 no piensa España, sino el Estado. La cuestión tiene un profundo sentido. Desde los Reyes Católicos, ninguna idea de “España” ha puesto nunca de acuerdo a nadie, porque son muchas las “Españas” y “no-Españas” que no se reconocen mutuamente, andando históricamente a la gresca.

La razón deriva en que no ha ninguna idea de “España” y de “no-España” que no se piense en oposición a otra. Como todo estaba realmente en un estado convulso, tras cuarenta años de dictadura, el esfuerzo del 78 fue aparcar ese resbaladizo y delirante mundo de las “Españas-no España”, estableciendo un acuerdo básico sobre el Estado, puesto que lo que pretendían era poner sobre la mesa un texto constitucional, si no perfecto, al menos, capaz de consensuar unos mínimos que nos permitieran salir, aunque fuese tímidamente, de esa caverna dictatorial y de aquél funesto nacional catolicismo, de un gris desolador y de una extensa y rica memoria que había sido sepultada por el franquismo.

Transcurrido el tiempo, no mucho en sentido histórico, en verdad, algo esencial, sin embargo, se ha logrado después de todo. La democracia, como tal, para alivio de todos, ya no es un término cuestionado por nadie. Asentada, por tanto, la cuestión fundamental, ¿se puede reformar la constitución del 78? Se puede. ¿Se puede debatir si es necesaria o no su reforma? Se puede. ¿Se puede pensar de nuevo el Estado?, la teoría política largamente viene argumentando que sí, que se puede, de hecho, se hace y se debe hacer. Un Estado no es un monolito de piedra que solo el tiempo esculpe. Cambiar, adaptar, mejorar, actualizar, reformar, modificar, etc., todo eso es posible en democracia. Todas las voces, todos los verbos, todas las energías y opiniones tienen sitio, deben tener sitio, en ese exigente, pero sano y estimulante debate.

En ese sentido, muchos son los retos en la actualidad. En vez de estar en eso, que sería lo más provechoso y llevadero para todos los territorios, no sabemos si mucho más templado, pero que sí estaría en correspondencia con el futuro incierto que tenemos por delante, aquí, en vez de re-pensar el Estado para el siglo XXI, aspecto que urge, otra vez se vuelve a ese disyuntivo y excluyente mundo de las “Españas- no-España”, aglutinando de nuevo en torno a ellas lo más exasperado, absurdo y terrible de un temperamento vivo, e históricamente caldeado, que no acaba de dejarnos en paz las venas, seamos o no independentistas, republicanos, soberanistas, monárquicos, etc.

Como parte de ese abrumador desgaste histórico, a vuela pluma, entre las muchas ideas disyuntivas de esas “Españas-no-España”, cabría recordar que ya tuvimos “una, grande y libre”, que no hay que especificar quién la pensó; de ella queda la versión bastante más moderada y ya democrática de “una e indivisible”, que al menos se dejó por el camino lo de “grande”, que de largo nos vienen los arrebatos megalómanos con las palabras, como lo de la llamar “invencible” a una armada que sería engullida por un fatídico temporal en el viejo y transitado Canal de la Mancha.

Están también las diversas ideas de una España democrática soñada por aquél PSOE de la transición, que se proclamó más socialista que marxista. Aquél vuelco ideológico nos dejó primeramente una “España” “nación de naciones”, formulada en los años 80, cediéndole el paso a la “España plural” de la década de los noventa, tras la que llegó la “España unida y diversa” de la ya tibia socialdemocracia del 2008-2011, que cederá su puesto a la idea de una “España plurinacional”, tan celebrada hoy por Podemos y a la que también se ha sumado un Pedro Sánchez revitalizado.

Por entre los pliegues de todas ellas, siempre presentes, la “no-España” donde habitan no solo los peores recuerdos de muchos de los agraviados, de los olvidados, también ahí, por desgracia, es de donde extraen los interesados los aires exaltados que ahora arroban al viejo independentismo catalán, aires que no representan nada más que profunda amenaza para los propios catalanes. Todas esas “Españas-no España” además, de una u otra forma, han pasado fatídicamente por el filtro de la más irreconciliable y paradigmática de todas las ideas de las muchas “Españas-no España” en vigor: esa idea fratricida de las “dos Españas”, todavía sin reparar, que tanto horror y dolor causó.

Todas esas ideas de “España-no España” son disyuntivas. Solo se piensan en oposición irreconciliable unas a otras. Si se nombra una, otra contraria salará de inmediato a su yugular. Cuando se agitan demasiado, no es extraño que enturbien la serenidad, confundiendo sentimientos, imágenes, símbolos y palabras. Cuando se les arroga legitimidad, sabemos muy bien cómo esas ideas pasan a conformarse en violencia y la violencia, como también se sabe muy bien, solo deja sobre la mesa de la historia la victoria o la derrota, como los dos únicos criterios aceptados que conceden o quitan la razón.

Una Cataluña convulsionada va camino ahora mismo de caer en esa consternación. Sin duda, es imperdonable que los hijos postmodernos de la vieja burguesía catalana hayan agitado interesalmente las aguas del independentismo, para tapar así su propio hundimiento y esa deleznable corrupción política y moral con las que sus progenitores y padres espirituales han saqueado en democracia las arcas de la Cataluña expoliada que abanderan.

Imperdonable es también que, tras la legalidad, elemento fundamental que sustenta a los Estados democráticos, el Partido Popular no se pare ahí y, en cambio, tire del electoralismo, sacando de su pesada mochila ideológica la más férrea y exasperada de las muchas ideas de “España” ya en democracia, tan rancia, dicho sea de paso, que es la que más enconadamente choca siempre con cualquier expectativa abierta al futuro.

Para bien o para mal, el siglo XXI despertó bajo el augurio de otros entendimientos. Bajo ellos, las identidades y las pertenencias vienen determinadas por la clarividencia, no por el destino. Muchos e inquietantes son los peligros que plantea en este tiempo cualquier tipo de erosión que tenga su origen en una mentalidad separatista o, en sentido opuesto, que parta de las unidades férreas.

Por eso es tal el desatino en este caso que, en estos momentos, ni tan siquiera un referéndum con garantías resolvería en Cataluña todo este farragoso asunto de las disyuntivas excluyentes, que tantos efectos destructivos tiene sobre la vida de las personas. Ahora mismo es tal la dimensión del problema, que no se puede decir que no lo haya agravado aún más esa idea de “España” tan requemada con la que el Partido Popular muerde y salvaguarda la legalidad democrática.

Lástima, de verdad, que las argumentaciones políticas se esgriman descontroladas. Lástima que las premisas se presupongan sin más y no se gaste ningún esfuerzo en demostrar su estatus político, filosófico y moral. Lástima, de verdad, que ese honesto compromiso con la cordura y la altura con los tiempos del Sr. Joan Coscubiela el otro día en el Parlamento Catalán le tengan que ocasionar tanta tristeza al propio Sr. Coscubiela. Lástima que de un lado y de otro solo se abogue por la imposición y no por una política del reconocimiento mutuo.

Teresa T. Rodríguez

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