• Teresa T. Rodríguez
  • Opinión
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Sarah Sharma, en su libro In the meantime, constata cómo la velocidad de mucha gente hoy en día depende de lo lentos que vayan otros. La autora explica como ese prodigioso contraste forma parte de la biopolítica del actual capitalismo.

La biopolítica, básicamente, alude a una forma de control social que no solo construye los flujos del tiempo presente, afecta por igual a los trabajos, influye en las estructuras de las ciudades, en la educación, en la salud, etc. El estudio de la biopolítica postfordista permite constatar cómo es que cualquier aspecto o asunto referido a los contextos del siglo XXI concreta siempre alguna de las nuevas formas y funcionamientos necesarios para el actual capitalismo global.

Los contrastes, sin embargo, a veces no hay que examinarlos de forma tan admirada, exhaustiva o rigurosa. A veces, sencillamente, se tornan un pensamiento que te asalta de inmediato con un impacto casi estremecedor. En realidad, el mundo está lleno de inspiradores contrastes. Hoy mismo me ha embestido uno, simultáneamente, viendo la imagen de la nueva casa de Puigdemont en Waterloo, con sus 4.400 euros mensuales de alquiler, me he acordado de esas otras muchas y escalofriantes imágenes de desahucios que también hemos visto.

No es lo mismo, dirán ustedes. Cierto, pero es un contraste; poderoso, además. Un contraste también lo provoca un simple cambio en las palabras, porque las palabras pueden provocar una enorme diferencia. Cambiemos, por ejemplo, “tomar el control” (que es lo que, como acto, se le atribuye normalmente a la policía) por “ocupar”, que es lo que suele hacer la gente cuando sale a la calle para manifestarse. Así, mientras unos “ocupan” la calle en protesta, otros, estando en el mismo sitio, a la par, no “ocupan” la calle, terminan por “toman el control” de la situación.

Esa es una observación que hace David Graeber en su libro, “La utopía de las normas. De la tecnología, la estupidez y los secretos placeres de la burocracia”, donde también describe cómo el sábado 1 de octubre de 2011, el NYPD, que debe ser de lo más parecido en policía a nuestros antidisturbios, en Nueva York, arrestó a 700 activistas de Occupy Wall Street, cuando intentaban marchar sobre el puente de Brooklyn.

El alcalde de la ciudad lo justificó diciendo que los activistas “bloqueaban” el tráfico. Dos semanas más tarde, el mismo alcalde cerró al tráfico el cercano puente de Queensboro durante dos días completos para “permitir” el rodaje de la última película de la trilogía de Batman, de Christopher Nolan, El caballero oscuro: la leyenda renace.

Si a las gentes de New York no les pasó desapercibido ese irónico contraste verbal, tampoco aquí se nos pasa por alto la semántica de la corrupción. De hecho, la indignación que despierta la corrupción se distingue en claro contraste a los efectos devastadores que la crisis ha impuesto como condena en la vida ordinaria de millones de personas. En el caso más optimista de los que tienen un trabajo, basta con pensar que uno no llega a fin de mes, echando más horas que un reloj, y verle la cara a Francisco Camps llegando al juzgado. No creo que estén pensando en eso como una simple ironía, ¿verdad?

Por contraste, sin recurrir a análisis más profundos, no habría que preguntárselo ni al Sr. Junqueras. Simplemente, por los metros cuadrados de la casa, no creo que nadie pueda imaginar que la palabra “exilio” se acopla a las dimensiones existenciales del Sr. Puigdemont. Es cierto que la libertad y la realidad virtual dan para mucho, pero a ver en qué queda esto de cómo paga la casa, si no va a ser con sus ahorros.

Teresa T. Rodríguez

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