Ya van tres con la de hoy en una semana, las veces que he abierto la tapa de registro en la placita de mi barrio para cerrar la llave de paso que da al bebedero averiado. No puedo sobrellevar la imagen inodora y sin color de un chorro de agua potable fluyendo sin sentido desde un caño público. Me lo inculcó mi abuela, que fregaba en una zafa.
Nos falta el agua, que es escasa; pero nos falta más el agua digna y mineral, que salta estrepitosamente limpia de su cueva para convertirse en una especie de caldo de colector que atraviesa las regiones hasta los pantanos, tristes y quietos aun sin cipreses, con su química y su física ya embrutecida por la acción del hombre, de su abono y su saliva.
Despreciamos al agua en un país con el 20% de su territorio en vías de desertización. Y ahora en septiembre, que los hombres del tiempo anuncian una nueva aparición de la virgen de la Cueva, volveremos a temerla como un mal de riadas y gotas frías… como el epílogo dramático de los chiringuitos, que cierran sus puertas y alargan las colas de la gente que busca otro empleo temporal.
Aún cuando por todas partes suenan las trompetas de un secano hebreo, despreciamos al agua. Y cuando volvamos a la sed primitiva nos acordaremos de los renacuajos del Confín y del estruendo de la Cola del Caballo, de la poza de las Chorreras. Los hijos de los nietos de aquellos que nadaron como un Adán sin pecado debajo de los puentes, puede que acaben excavando el sedimento de los tajamares en busca del fósil de las nutrias para ilustrar la vitrina de los museos locales. Espero que no.
Con la misma intensidad que disfruto dentro, sobre y debajo del agua, suelo sufrir con la imagen de las sequías quebradizas, con los grifos domésticos abiertos innecesariamente sin mal de conciencia, con los caños públicos malgastando el tesoro de los manantiales a escape libre.
Con los pies enterrados en el limo de la sequía hasta los tobillos confieso que he pecado. Algunas veces cierro las llaves de paso de la ciudad contra la sed colonial del turista, también contra el bullicio estridente de los niños en las duchas de las playas. Qué le voy a hacer; me revela la eficacia incontinente de los sumideros, incapaces de preveer lo imprescindible hasta que no las pasemos putas. Ojalá me equivoque y nos veamos con el agua al cuello.
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