Después del demoledor acontecimiento vivido en Loja hace un par de semanas con su decimonónica y olvidada estación de ferrocarril, la fatalidad ha puesto en evidencia, una vez más, el potencial del patrimonio cultural y natural del territorio como conformador del ecosistema sentimental de las comunidades que lo habitan. No hay “paisanaje” sin respeto a la memoria histórica del “paisaje”, explícito en sus viejas construcciones, en sus ríos corrientes, en sus asperezas geológicas.
Parece que sólo puede conseguirlo algo irreparable -y nadie sabe durante cuanto tiempo puede conseguirlo-, pero escuchar y leer la indignación de la ciudadanía motivada contra la destrucción de sus señas de identidad colectivas te hace concebir la esperanza de que quizá, sólo quizá, todavía estemos a tiempo de rescatar algunas cosas importantes contra la barbarie del negociado de obra pública (no digamos del de promoción privada). Especialmente aquellas que guardan el alma más singular de los pueblos; hablo de las joyas de la corona y sus abalorios.
Volvamos a la prosa, y volvamos a poner los pies sobre el escombro de lo ya inexistente. A la luz de los sucesos, todos hemos podido comprobar cuan fácil se construye la unanimidad social espontánea de una comunidad ultraconectada por las redes sociales, en torno al dramático episodio de la demolición innecesaria de una vieja estación ferroviaria de extrarradio, sobre la que no concurre ningún tipo de interés cruzado más allá de la sentimentalidad de muchos, tan efímera. Es tan fácil como exhortar una causa “de cuerpo presente” dentro de las veinticuatro horas de su velatorio.
En nuestros pueblos y ciudades patrimoniales, lo difícil es generar una conciencia mayoritaria, orgullosa y normalizada en torno al respeto hacia lo legado. Lo difícil es generar el caldo de cultivo común que empuje a los poderes públicos locales -sean del signo que sean- a desarrollar políticas efectivas de protección sobre el patrimonio, por encima de lo más mínimo: ampliando los catálogos de bienes protegidos, asumiendo que el hallazgo arqueológico es una bendición para el conocimiento local, o desarrollando estrategias de puesta en valor a largo plazo, a través de políticas educativas, de urbanismo inclusivo y de turismo sostenible, por ejemplo.
Es muy difícil, en medio de una sociedad fácilmente impresionable, pero no siempre consecuente, sostener el relato de la protección activa de nuestros conjuntos históricos desde el interés general, y hacerlo en medio del territorio vivo y cambiante, y hacerlo frente a la seductora presión de los intereses propietarios, familiares, clánicos, correligionarios, gananciales o vecinales. Es difícil, cuando en definitiva, el aliento del clamor unánime del cuerpo social ya no sopla con firmeza y a favor de nuestro cogote.
Cualquier otro día volveremos a sorprendernos haciendo aspavientos sobre otra escombrera venerable: en los molinos de Riofrío, en Fuente Santa, en Sierra Martilla, en lo que queda de la calle Real, en la Fuente de Don Pedro, en las salinas de Fuente Camacho… Aunque los cincuenta confieren conocimiento de causa y escepticismo a partes iguales, confío en que algún día, más temprano que tarde, la ciudadanía y sus poderes públicos más comprometidos, seremos capaces de proteger el legado de nuestro patrimonio histórico con algo parecido al amor propio, pero desde la paradoja de lo colectivo, y a tiempo.
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