No es infrecuente, por estas jornadas de junio, encontrarse a la muchachada bachiller ataviada con un tiro largo anacrónico y sin embargo tierno: una corbata barbilampiña, un tirabuzón a la mozuela… Son los ceremoniales de graduación de nuestros jóvenes IES, que ponen un punto y coma en sus vidas estudiantiles, aunque la cosa vaya tomando la forma de un punto y final algo triunfante y desmesurado.
Y muchos lectores diréis que qué de malo tiene que nuestros adolescentes celebren, llegado el final del curso, su tarde de gloria académica con orlas, bandas, escenarios, viajes, reportajes fotográficos, vestidos de señora, autoridades, banquetes y juegos florales. Hombre, vista así la cosa, a nadie daña y a muchos enriquece, pero no dejo de optar por la posibilidad alternativa de siempre: una divertida fiesta por los bares entre compañeros, más clánica y espontánea que institucional, que también puede llegar a resultar memorable.
Estos vítores de graduación con que las instituciones educativas y las familias festejan al estudiante, por la forma y la dimensión, están adoptando hechura de “rito”; y como tal, su inocuidad tiene que ver con la percepción que de ellas cale en nosotros, y principalmente en sus todavía inmaduros protagonistas. Tengo en cuenta que la celebración de un objetivo siempre conlleva implícito un mensaje de “éxito”, y tengo en cuenta que en ello pueda caber la creencia de un triunfo falsamente sobresaliente, de una consecución erróneamente liberadora. Un bachillerato, hoy en día y como está el patio, no es un botín de conquista suficiente para tirar cohetes.
También diréis algunos que se trata de un simple ritual “de paso” sin previsibles efectos secundarios; un subrayado biográfico intrascendente bajo la vida transitoria de una persona en crecimiento, y no es mentira. Pero yo contesto, porque la madurez me está volviendo gallina, que temo el mensaje residual de estos fastos de instituto entrañablemente grotescos. Temo que el agasajo desmedido aliente la autocomplacencia y la sensación de suficiencia en unos mozos y mozas cada vez más alejados de la cultura del esfuerzo en la que se forjaron sus mayores.
No quiero terminar apelando, como un carcamal, al contagio de las tradiciones de la metrópoli que nos invade -otro Halloween horroroso-, al fin y al cabo las tradiciones están para ser superadas; no al business consumista que las acompaña, no a la estética discutible del acontecimiento. Solamente apelo a la conveniencia de pasar con normalidad sobre algo que no deja de ser el cumplimiento de la obligación y del trabajo de los chaveas.
Voy a concluir escribiendo algo lleno de cariño, pero seguramente aguafiestas: es verdad que me enternece -ya se ha dicho- esta grandilocuencia impostada, pero me resulta incomprensible tanta traca por graduar a un muchacho del siglo XXI. Lo que hubiese sido una heroicidad en los tiempos de mi madre, en los míos propios ya sucedía sin la menor algarabía, como una obligación cumplida con toda naturalidad. Creo que hoy en día, con la formación universitaria al alcance de todo el mundo, sacarse el bachillerato es el menor de los esfuerzos que se le puede exigir a un chico que sabe la inexistencia de un puesto de trabajo inmediato. Yo lo haría sin cohetero.
Alina Strong
Tienes toda la razón; la graduación es otro de esos pretextos comerciales para gastar dinero sin necesidad.
El bachillerato es una etapa temprana en la educación superior. Iria mejor que gastaran ese dinero en aprender y practicar un idioma extranjero, para abrirse puertas en el futuro.