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Por insólito que pueda parecer, la persistente desorientación en la que parece haber caído el mundo ha pasado a ser uno de los rasgos más trágicos y emblemáticos del presente. Coinciden muchos observadores sociales que, en buena medida, este desconcierto generalizado deriva básicamente de la propia dinámica que subyace al orden económico imperante, una dinámica que se viene repitiendo con una intensísima y dramática asiduidad.

Es decir, este neocapitalismo voraz y deshumanizado que nos asfixia anda de crisis en crisis desde su emergencia en la década de los ochenta. De hecho, la lista es sospechosamente machacona: crisis mejicanas en 1982 y 1995, crisis asiática en 1997, crisis en Rusia y Brasil en 1998 y 1999, crisis en Argentina en 2001 y en Turquía en 2002 y en 2008 la última, que ahora padecemos, la crisis de las hipotecas subprime en Estados Unidos que ha hecho tambalearse a todas las economías mundiales, generando un tipo de recesión que, además de incrementar las desigualdades a nivel local y globalmente, deliberadamente, como consecuencia de su desenfrenada usura, ha comenzado también a socavar los principios y los logros del Estado de bienestar.

Este es el disparate de dimensiones globalizadas que tenemos encima, al que hay que sumarle, por supuesto, la multiplicación de los escándalos financieros, la escalada en los casos de fraude y quiebras fraudulentas de grandes empresas y emporios financieros y los vergonzosos rescates que expolian lo público, para continuar con lo mismo: niveles de corrupción insostenibles, cuentas falsas, astronómicas diferencias en los ingresos, las mismas falacias sobre la deuda de los países y la aplicación extremadamente opaca de unas políticas infames de recorte, mientras se nos anuncia la salvación y la bendita apertura de los mercados de la eficacia y la transparencia de un modelo económico, en verdad, sacudido por seísmos de avaricia incontrolados y por una galopante desregulación que ha convertido la realidad en un autentico caos y tiene la vida de millones de personas sumida en un auténtico infierno.

En realidad, la gravedad de la situación es extrema porque están afectadas todas las esferas de la vida social y, por consiguiente, se resienten dramáticamente también todas las esferas de la vida personal. Frente a eso, vayamos al lado de la política, donde deberían forjarse respuestas verosímiles, y hagamos balance sobre lo que desde ahí se promulga como antídoto contra el efecto de la mencionada desorientación, especialmente, ahora que arranca un nuevo periodo de novedad electoral.

¿Qué observamos?, por desgracia nada nuevo, salvo que las proclamas continúan reducidas a la más paupérrima de las locuciones: la estricta pugna entre “buenos” y “malos”. ¿Podemos hacernos con esto una idea bastante clara de los lejos que estamos de las soluciones y del tiempo tan sombrío en el que estamos inmersos? Aunque sólo sea un ejemplo insignificante o mal tomado, yo creo que sí.

Ante ese electoralismo cansino y vacío, de reproche y a veces hasta de ofensa, no es extraño que las personas piensen que los políticos han perdido la capacidad de regular y organizar la vida de las personas en unos parámetros colectivos de decencia común, no es extraño que la sensación más compartida en estos momentos sea la de ir día a día cayendo en una perversa espiral de incredulidad y de escepticismo avanzado. Ante ese electoralismo simplista, carente de análisis, rigor, propuestas, sin ideas, hueco, interesado, lleno de proclamas sin capacidad, ninguna promesa es creíble.

Redacción

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