• Teresa T. Rodríguez
  • Opinión
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Se aproxima la Navidad. Probablemente, la celebración extensivamente más publicitada del año. Nada que objetar a tan oportuna agitación mediática, al bullicio. Pero ya no es solo por tan señaladas fechas. En realidad, todo ha sido convertido en evento y, como tal, a diario, todo lo que acontece se nos aproxima en formato divulgativo.

Inmersos en sus profusiones vía satélite, los medios de comunicación de masas nos abordan diariamente, las 24 horas del día, ininterrumpidamente. Es imposible no encontrar en todo lo que acontece ese aire inmediato de lo domesticado. Hay algo cercano en todo lo que nos llega de manera inevitable e incontenible, aunque suceda a cientos de kilómetros de nuestros hogares. Esto forma parte del tiempo que nos ha tocado vivir. Así es como el mundo fluye ahora por las arterias de los medios de comunicación de masas, un torrente de aguas incesantes, abundantes, incansables e ineludibles.

Al simple gesto de abrir un periódico, una revista o encender la tele lo denominamos enérgicamente “estar informados”. Hemos asumido el inmenso caudal de los medios actuales y ya ni nos cuestionamos su abundancia, incluso cuando la cantidad solo implica más de lo mismo, como si emergiera por sí misma o fuera inquebrantable por definición. Sin embargo, algo innegable hay en esa tenaz demasía sin fin, en ese impulso desenfrenado de informaciones y publicidades en perpetua alternancia. Es un mecanismo en el que se reconoce ese lado inquietante de la cultura burguesa, esa que nos viene observando y concibiendo culturalmente así: ávidos de experiencia, sedientos de realidad.

Si es así sociológicamente, desde un punto de vista psico-histórico, parece que las personas del siglo actual somos seres completamente habituados a la prodigalidad actual de los medios. Parece que nuestra no resistencia a eso implica también haber desarrollado culturalmente un nuevo tipo de cognición, probablemente, más versátil de la que tuvieron que poseer nuestros predecesores.

Sí, vivimos en la era de la información y el conocimiento. Así se distingue nuestro tiempo de épocas pasadas. Puesto que nos manejamos con la pericia de un navegante experto en sus múltiples abundancias, puesto que no desfallecemos por agotamiento o saturación, habría que admitir que nuestros circuitos neuronales deben de estar algo entrenados en el complejo arte de poner en perspectiva una escala casi enciclopédica de atenciones y de indiferencias; esto último imprescindible para mantener la cordura e higiene mental cotidiana de la que parece ser que gozamos por defecto de la época.

En realidad, sin el eficaz y pertinente entrenamiento de lo social-cultural, sin haber fortalecido un poco la elasticidad neuronal innata o sin haber hecho un mínimo de adiestramiento diario contra el embotamiento, ningún cerebro podría hoy en día hacerse cabalmente con todo aquello que se le exige sencillamente ojeando una revista o viendo un telediario de media hora. No hay que olvidar que el valor de uso de cualquier información y/o noticia, desde las más atroz hasta la que resulta más apetecible, se mide invariablemente por su capacidad de excitación (un valor ese de la excitación que se aumenta o disminuye considerablemente mediante la presentación). En ese sentido, sufrimos a diario una sobrecarga de estímulos cuyos efectos sobre nuestras vidas es algo incierto.

Visto, sin embargo, que no nos disociamos ante hechos que ponen los pelos de punta o espantan profundamente, visto que no se nos colapsan las arterias por la adrenalina que emana de unas emociones sobre estimuladas a diario por la publicidad, visto que las noticias y esas publicidades nos llegan en tropel y no enloquecemos por impacto directo, admitamos al menos que cierto adiestramiento, unas gotas mínimas de indiferencia y un grado, como poco, aceptable de distanciamiento deben regir en nuestros cerebros contemporáneos.

Si no fuera así, ¿quién podría soportar el actual desenfreno informativo, un día y otro estar inmersos y atentos en el intenso e ingente flujo de cosas por comprar, hacer, cosas por ver o lugares a los que poder ir; etc., ¿qué decir de la enorme cantidad y variabilidad de noticias que nos asaltan a diario? Imposible resistir, sin un mínimo de instrucción, tan penetrante y decidido vibrar en todas las cosas que nos rodean, desde las que son importantes, como las que no lo son; imposible no zozobrar, sin un resorte, ante cientos de reclamos desaforados y esa imperiosa inmediatez que introducen los medios.

Lo curioso del caso, no obstante, no es tanto esa machacona incidencia y bombardeo, como que sea un hecho, social y culturalmente, consentido y asumido. ¿Nos hostigan?, sí, a diario. Pero no parece que lo llevemos mal. No parece que el diagnóstico generalizado para describir nuestro tiempo deba ser el de la asfixia o la saturación.

Sí, cabe preguntarse por qué ese “hostigamiento” es tal y por qué es “consentido”. A algunos les gusta pensar que estamos alienados. Incluso en sentido contrario a lo que opinan los esmerados defensores de la idiotez, la verdad es que no existe un cerebro humano capaz de soportar esa permanente sobre-estimulación, si los medios de comunicación de masas no nos presentaran el mundo íntimamente yuxtapuesto. Pleno, sin separar, como primer plano o como fondo, tanto lo que es tendencia, como lo que es episodio, lo importante y lo que no lo es. A todos, en todas partes, ahora el mundo nos alcanza así. Ese es el empirismo ilimitado de los medios, el orden que determina los flujos sin fin de la información. No se tolera por idiotez, ni por ceguera, sino por la simultaneidad.

La simultaneidad es la que nos permite soportar la excitación diaria que nos reportan los medios de comunicación de masas. Estamos en ella, sin más. Abrir un periódico, una revista, encender la tele, oír la radio, etc., sea cual sea el medio, es el mismo desbordamiento en continuum: catástrofe en un lugar remoto; aquí se come esto; allí se muere y no se come; el perfume que evoca un grato deleite; el deshielo del ártico; elecciones presidenciales; anillos de oro y diamante; los bosques del amazonas mancillados; compras online; parejas famosas y divorcios de cine; un chocolate que invita a la desmesura; la última película en cartelera; cazar tornados; jarabe para la tos y los resfriado; hundimientos famosos; la serie favorita; piezas de barcos por entregas; reediciones de los clásicos; música al instante; un detergente milagroso; hogares en miniatura; un desatascador; los jardines del mundo; comida para mascotas; 24 horas de noticias en todos los idiomas; los caldos y las sopas; consejos expertos para llevar una vida saludable; ¿te gusta conducir?; el revelador hallazgo de una pintura olvidada de Da Vinci, etc.

¿A quién no le es conocida la secuencia? No hay duda. Vivimos inmersos en ese flujo ingente e incesante. Todo puede convertirse en noticia, todo es publicitado, el mundo fluye como información. Se acerca la Navidad. Sí, hace semanas que tenemos noticias del caso: rebajas locas de un día; nieve desde comienzos de diciembre en los escaparates, el anuncio de la lotería, los villancicos, adornos y decoraciones espléndidas, fiestas programadas, las compras para las cenas que vienen. Imposible no reparar en ello. Sí, un año más, aquí está y ahora ya es el momento exacto para decirlo…A todos, ¡¡¡Feliz Navidad!!!

Teresa T. Rodríguez

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