Me gustan especialmente los días ordinarios, los tres de febrero, los quince de octubre… Los días ordinarios son los que empiezan como una página en blanco a las siete de la mañana, sin el dictado de nada ni nadie que obligue hacer y sentir conforme a lo que todos esperan de ti. Los días ordinarios son, en definitiva, jornadas sin circunstancia sobrevenida que imponga la altura a la cual debamos estar, más allá de nuestro propio sentido de la responsabilidad ante el trabajo, los amigos, la familia, el perro.
Los días ordinarios de mi gusto, que son casi todos los del calendario, llevan intercalados, por el contrario, la ordinariez de otras fechas tan señaladas -las llaman- que tienen por norma social decretar las acciones, los encuentros, las canciones, las compras y hasta los sentimientos de todos nosotros. Son días de imposiciones latentes que dejan pocas opciones para ser y actuar según uno mismo, a menos que estemos dispuestos a instalarnos, temporalmente, en cierta forma de marginalidad huraña no siempre comprendida.
Hay cosas que son especialmente propias de las fechas señaladas; rasgos que las hacen reconocibles en cualquier momento del año. Pienso yo que la ordinariez mayor de estos días tiene que ver son el abuso de todo cuanto es normal y apetecible durante los días ordinarios. En las fechas señaladas se apodera de nosotros la grosera costumbre de la opulencia y el exceso, y hasta el mal gusto de la moña roja, el espumillón o la burla sobre el inocente se hace vírico como el alcohol.
Las fechas señaladas pecan, sobre todo, de impostura de felicidad. La alegría de los días señalados tiene forma de convencionalismo redundante y música de anuncio de televisión. Pienso yo -otra vez- que los días ordinarios son el cobijo de un bienestar contenido, que se nutre de madrugón en madrugón, roce a roce, libro a libro desde el primer café de cada mañana, y que si no encuentra en ellos habitación adopta forma de mueca y patetismo en las fechas señaladas.
¿Qué razones tendremos algunos para vivir así de incómodamente esta travesía de bienaventuranzas con el frigorífico desbordado y los depósitos de combustible rayando la línea del no va más? Sin una ausencia dramática que lo justifique, sin un sentimiento de solidaridad que nos atragante, sin la pena de la soledad que todo lo explique.
Los días ordinarios son aquellos, por fortuna mayoritarios, en que el ecosistema no acaba imponiendo su cantinela totalitaria de vivencia o sentimiento único. Todo es electo en los días ordinarios: las familiaridades, los besos, las raciones de comida -no para todos-, la distancia, el deseo de sonreir. Desde esta desubicación disidente sobre la que intento tomar el control antes del veinticuatro, celebro la soberanía de los días ordinarios y levanto mi copa por el siete de enero. Salud.
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